El Hermano Roger de Taizé escribía cada año una reflexión que constituía un instrumento valiosísimo para orar y meditar durante un año en la Comunidad de Taizé, los Encuentros, las Oraciones,… Un tema recurrente de estas cartas era “Su amor es fuego”, título de una recopilación de sus cartas. Os proponemos, ante el evangelio de este domingo, algunos fragmentos de la carta de 1997 titulada “Pasión de una entrega” proponiéndote una lectura sosegada de esta carta o de alguna de sus cartas que podrás encontrar pinchando en el vínculo.
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Las Lecturas de hoy
Primera Lectura. Jeremías 38, 4-6. 8-10
Salmo 116 “Id al mundo entero y proclamad el evangelio”
Segunda Lectura. Hebreos 12, 1-4
Evangelio: Lucas 12, 49-53
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.
CARTA 1997
Hmno. Roger de Taizé
En tus oscuridades se enciende un fuego que no se apaga jamás.
Tú que querrías ser portador de un fuego hasta en las noches de la humanidad, ¿dejarás crecer dentro de ti una vida interior que no tenga comienzo ni fin? Esta vida interior es una tierra de fuego. Incluso oculta bajo las cenizas, enciende la pasión de una espera.
Lo que más cautiva de tu existencia es el continuo desarrollo de una vida así dentro de ti. Ahí está la aventura humana más inaudita.
Si la confianza del corazón estuviera en el principio de todo… si ella precediera toda acción pequeña o grande… tú irías lejos, muy lejos. Percibirías personas y acontecimientos, no con esta inquietud que te aísla y que no viene de Dios, sino desde una mirada interior de paz. Y así llegarías a ser un fermento de confianza y de paz hasta en los desiertos de la comunidad humana, incluso allí donde se desgarra…
La confianza del corazón, que procede de la fe, no consiste en ver lo maravilloso por todas partes, como si tuviera un poder mágico.
A menudo, retenida en las profundidades de ti mismo, esta confianza necesita escalar todo tu ser, como si tuviera que remontar desde lo más recóndito hacia la conciencia clara.
En cada instante, encomiéndate al Espíritu Santo; y cuando lo olvides, abandónate de nuevo. En el silencio del corazón, e incluso en tus desiertos, algunas veces a través de una sola palabra el Espíritu Santo te habla.
Resucitado está ahí. Él quema tus pruebas interiores, tus propias entrañas. Incluso las piedras de tu corazón pueden, por él, volverse incandescentes, luz de la oscuridad.
En cada ser existe una capacidad espiritual que no procede de sí mismo. Puede rehuirla, rechazarla, pero ella está siempre ahí. No se aparta nunca; es una fuente de confianza depositada por el Espíritu del Dios vivo. Es la pasión de una espera. De ahí brota todo.
Si fuera posible sondear un corazón, el asombro estaría en descubrir, en lo más hondo, una espera, la silenciosa espera de un amor.
Cuando te creas poco amado, poco comprendido, Cristo Jesús te dice sin cesar: “¿Lo sabes? Yo te he amado primero. ¿Tú me amas?” Y balbuceas tu respuesta: “A ti, Jesús, yo te amo, quizá no como quisiera, pero te amo”…
Tú reanimas el fuego que dentro de nosotros arde bajo las cenizas. Este fuego lo enciendes con nuestras propias espinas, con lo que nos duele de nosotros mismos y de los demás, hasta tal punto que, incluso las piedras de nuestro corazón, por ti, pueden volverse incandescentes, luz en nuestras tinieblas y aurora en nuestra oscuridad….
Dios no pide que forcemos las manifestaciones del Espíritu, porque eso sería encender fuegos artificiales sin ningún porvenir. El que se entrega a un juego así cree percibir a Dios, cuando lo que ve no es más que una proyección de su propio yo. Querer llevar a otros hacia experiencias forzadas del Espíritu de Dios, sería conducirlos hacia lo ilusorio, incluso hacia un abismo.
…
Lejos de detenernos en los repliegues interiores y enterrar los dones recibidos de tu mano, querríamos, cada día, disponernos para acoger la fe, esta confianza en tu misteriosa presencia. Tú, el Dios vivo, concédenos escucharte. Tú nos hablas con una infinita discreción. Muy a menudo, tu voz se siente como en una brisa silenciosa.
…
Si la confianza del corazón estuviera en el principio de todo… por ella estaríamos dispuestos a
la audacia de un sí para toda la vida…
…
Siguiéndote a ti, Cristo, elegimos no endurecer nuestro corazón sino amar, incluso cuando sobreviene lo incomprensible.
Tú quieres darnos todavía más: la paz de las bienaventuranzas. Esta paz está ahí, no lejos, sino muy cerca, y tú nos la ofreces desde la mirada de confianza que has depositado en nosotros.
Por tu espíritu infundes sobre nosotros la pasión de una espera, la espera de una comunión.
¿Cómo percibir sin ella la vocación a ser levadura en la masa de la comunidad humana?
A imagen de la Virgen María que, lejos de retener para ella misma a Jesús, su Hijo, lo ofrece al mundo, también nosotros querríamos darte lo que tú nos das.
Hoy día son numerosos los cristianos que, con los no creyentes, intentan reducir el sufrimiento que hay sobre la tierra. Son numerosos los que ponen lo mejor de sus dones creadores allí donde existen abandonos humanos, la enfermedad, el hambre o una mísera vivienda. Comprenden la llamada de los pueblos “que viven en un país de sombras donde reina la muerte”. Y son fermento de confianza y de paz para salir de una espiral de odio y de miedo entre las personas y entre los pueblos. Esto es esencial.
Sin embargo, si los cristianos fuesen únicamente portadores de un testimonio moral o social, los no creyentes podrían decirse: “Ellos no proponen nada tan diferente de lo que yo mismo hago.”
En las sociedades secularizadas, los cristianos están llamados a situarse en ese punto en que
la eternidad de Dios alcanza la comunidad humana y a dar signos de ello.
Desde las profundidades de la noche de la humanidad se eleva una secreta aspiración…
Lo más importante es vivir el hoy de Dios. Mañana será otro día.
Realizarse en el momento presente es vivir el hoy de Dios. Mañana será otro día. El que se consagra al mañana hipoteca el hoy.
El entusiasmo y la alegría serena, sí. La pasión de una confianza. Y ella iluminará la noche.
“Tú que das de comer a los pajarillos del cielo y haces crecer los lirios del campo, concédenos alegrarnos con lo que tú nos colmas. Y que esto nos baste.”
Soplo del amor de Cristo, de ti recibimos la confianza del corazón. Tú la ofreces a cada uno. Y para el que te da su confianza abres las fuentes de donde brota lo inesperado, la frescura del
evangelio.
A veces nuestra oración está muy desnuda. Es sólo un suspiro, un lenguaje torpe. Pero tú entiendes todos los lenguajes humanos y soplas sobre lo que en nosotros es frágil y vulnerable. En una vida interior que no tiene ni principio ni fin, tú nos concedes reposar en ti de cuerpo y de espíritu…
El compartir, lejos de ser una asistencia, es un don de sí.
En la confianza del corazón, una de las alegrías más puras del Evangelio es la de simplificarse interiormente, lo cual lleva a simplificar más la propia existencia y a compartir: compartir con los hombres en la tierra.
Simplificar y compartir no significan nunca optar por una austeridad severa, llena de juicios sobre los otros.
Espíritu de Dios vivo, aquí estamos, en espera. Saber que tú rezas en nosotros reanima nuestra confianza. Para acogerte nos pides una gran sencillez de corazón, hasta el punto de presentarnos tal como somos, negándonos a llevar cualquier tipo de máscara, o cualquier otra cosa que vele tu reflejo depositado en cada uno.
Y lo que nos pides tú nos lo das: feliz el limpio de corazón, porque verá lo que es de Dios...
Mantenerse ante Dios, con la pasión de una espera, no sobrepasa la capacidad humana. La contemplación se percibe, a menudo, como lo opuesto a la acción. Así sería pasividad, huida lejos de las luchas esenciales. Pero tenemos la respuesta de los hechos: cristianos que rebosan del don de sí mismos están comprometidos de forma arriesgada y se mantienen en las mismas fuentes de la contemplación.
¿Qué entender por contemplación?
Nada más que esta disposición en la cual la persona está completamente sobrecogida por el asombro de una presencia. Cuando el ser humano comprende, con su inteligencia, la amplia realidad de la belleza de las cosas, puede tener un sobrecogimiento, pero, ¡qué parcial! Por la realidad del amor de Dios, el ser está como sobrecogido por completo en su misma efectividad… Llegará el día en el que cada uno sabrá y quizá lo dirá: no, no era él quien se había alejado, era yo el que estaba ausente, él me acompañaba…
Cuando comprendemos que Dios es el primero que nos ha amado, no podemos hacer otra cosa que rasgar el velo detrás del cual nos escondíamos.
Aquí la piedra de toque es el amor. En íntima relación con el amor de Dios, la contemplación conduce a amar al prójimo. El evangelista Juan pone en guardia, contra la hipocresía del que con los labios dice amar a Dios, pero esconde en su corazón el odio a sus hermanos. Un amor a Dios se autentifica con el amor manifestado a aquellos que nos han sido confiados…
Nuestro pasado está escondido en el corazón de Dios, y tú te has ocupado ya de nuestro
futuro. Cuando todo incita a dejarte a un lado, tú estás ahí. Tú, el pobre y humilde de corazón, rezas en nosotros. Sin cansarte nos dices: “Mi amor por ti no desaparecerá nunca. Y tú, ¿me amas?” Y nosotros balbuceamos nuestra respuesta: “Tú lo sabes, yo te amo, quizá no como yo quisiera, pero yo te amo.”
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