Sin que nos hayamos dado cuenta, han pasado cincuenta años desde que comenzó el Concilio Vaticano II. Puede parecer mucho tiempo, pero es un periodo relativamente corto en la larga marcha de la Iglesia y del mundo, aunque en estos años la humanidad entera ha visto cómo sus fronteras mentales, espirituales y físicas se han reducido.
El Vaticano II fue un concilio fuertemente eclesiológico, centrado en la Lumen Gentium y en la Gaudium et Spes. Respondía a la pregunta que Pablo VI había lanzado a los padres conciliares:
“Iglesia ¿qué dices de ti misma?”
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Todos los demás documentos giran en torno a la Iglesia o convergen
hacia ella: revelación, liturgia, laicado, Pueblo de Dios, jerarquía, vida
religiosa, ecumenismo, diálogo con el mundo moderno, libertad religiosa, etc.
Pero pocos años después del Vaticano II, el mismo Pablo VI, en una
semana social de Francia cambió la pregunta del Concilio:
“Iglesia ¿qué dices de Dios?”
El teólogo y cardenal Walter Kasper reconoce que el Vaticano II se
limitó demasiado a la Iglesia y a las mediaciones eclesiales y descuidó de
atender al verdadero y auténtico contenido de la fe, a Dios.
Y Karl Rahner llegó a afirmar que el concilio Vaticano I fue más audaz
que el Vaticano II al haberse atrevido a tratar la cuestión del misterio
inefable de Dios. Y a este propósito escribió:
“El futuro no preguntará a la
Iglesia por la estructura más exacta y bella de la liturgia, ni tampoco por las
doctrinas teológicas controvertidas que distinguen la doctrina católica de los
cristianos no católicos, ni por un régimen más o menos ideal de la curia
romana. Preguntará si la Iglesia puede atestiguar la proximidad orientadora del
misterio inefable que llamamos Dios. […] Y por esta razón, las respuestas y soluciones del pasado Concilio no podrían
ser sino un comienzo muy remoto del quehacer de la Iglesia del futuro.”
La Iglesia ha de concentrarse en lo esencial, volver a Jesús y al
evangelio, iniciar una experiencia espiritual de Dios, es tiempo de
espiritualidad, de mística y de profecía.
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