HOMILÍA 3º DOM. PASCUA 2020
En tiempos de confinamiento
Amigos, ¡Buen Domingo de Pascua a todos!
Seguimos confinados y tal vez hoy, alguno de vosotros, haya salido o saldrá para un pequeño paseo con sus hijos, respirando el aire de la calle.
Ojalá esto se termine pronto y podamos pasear por nuestro mundo sin miedo y disfrutando de abrazos, encuentros, aunque con mascarillas y guantes todavía.
Lamentamos todavía la dolorosa partida de tantos hermanos nuestros.
Desde luego, este año, estamos viviendo una Pascua Resucitada y Dolorosa a la vez.
Sin embargo, hay algo bueno que nos estás sucediendo.En un video que me ha enviado un amigo de Italia por WhatsApp, se abría una carta que iniciaba así: “Querido virus…” y exponía con imágenes algo bueno que nos está sucediendo: se han detenido conflictos bélicos; se ha parado el terrorismo; se ha frenado el consumismo, la venta de droga, la prostitución; ya no son los futbolistas nuestros héroes; se han levantados hospitales; tenemos ciudades, cielo, ríos y mar más limpios…
Y terminaba la carta apuntando a un defecto del virus: NOS DAS MIEDO.
Sólo nos falta ahora que este invasor, el virus, se vaya ya de nuestro mundo y con él, el miedo.Ojalá, y esto depende de nosotros, sepamos “aprender” esta lección que la vida, las circunstancias que estamos viviendo, nos está ofreciendo.
El Evangelio nos sitúa una vez más en el día de la Resurrección del Señor, más precisamente en la tarde.
Dos discípulos, decepcionados por lo que había sucedido en Jerusalén, espiritualmente hundidos, se van. Se van de su comunidad. Ya no creen, ya no esperan nada: se acabó.
Y en ese camino, camino de huída, camino de desilusión, de depresión, de desesperanza, se van a encontrar con un desconocido, que les va inquietando con sus preguntas y al mismo tiempo animando.
Un desconocido que aparentemente no estaba enterado de lo sucedido pero que se muestra el poseedor de la llave de interpretación de los acontecimientos.
Dios se acerca siempre, peregrino de siglos y días y mueve toda la historia. Camina con nosotros no para corregir nuestros pasos o dictar Él el ritmo. Él coge nuestro paso. Cualquier paso le va bien, basta que caminemos.
Jesús alcanza a los dos viajeros, los mira y los ve tristes, ralentiza el paso: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?” Y ellos, con mucha tristeza, relatan su historia: una ilusión naufragada en la sangre de una colina. Lo había seguido, lo había querido: “Nosotros esperábamos que Él fuera…”
Es la única vez que en los Evangelio se recurre al término esperanza, pero tan solo como añoranza, nostalgia, mientras que la esperanza es el presente del futuro (santo Tomás de Aquino). Experimentaban un sentimiento de fracaso ante las expectativas de poder que los habían ilusionado.
Por eso “no pueden reconocer” a aquel Jesús que había invertido, al sol y al aire, las raíces mismas del poder.
Cuántas veces Jesús camina a nuestro lado y nosotros no lo reconocemos y seguimos sintiéndonos solos, decepcionados, sin ilusión.
No, Él que caminaba con ellos, camina con nosotros, no era un extraño, era justamente el centro de sus preocupaciones, era la causa de su angustia.
Les va animado y les explica todo lo referente al Mesías. Poco a poco se les va calentando el corazón y aparece la esperanza, la fe…
Llegados a Emaús, Jesús hizo ademán de seguir adelante, de querer ir más lejos. Como sin morada fija, un Dios emigrante por espacios libres y abiertos que pertenecen a todos.
Y entonces nacen palabras que han llegado a ser canto, una de las plegarias más bellas: “Quédate con nosotros, porque atardece.”
¡Dios no está en todos los lugares…! Está en la casa donde se le deja entrar. El Pelegrino se queda: está a gusto en la calle donde todos son libres; está a gusto en la casa donde todos somos más verdaderos.
El relato del Evangelio ahora se recoge alrededor del perfume del pan, alrededor de la mesa, hecha para reunir a su alrededor a todos, donde las miradas se buscan, se cruzan, se funden, donde nos nutrimos los unos de los otros.
Y allí, al bendecir y al partir el pan, se les abren los ojos, lo reconocen: Es Él. Es Jesús. Está vivo. Es el Señor.
Lo reconocen no porque fuera un gesto exclusivo e inconfundible de Jesús: cada padre partía el pan a sus hijos en la mesa.
Lo reconocen porque recuerdan que tres días antes, el jueves por la tarde, Jesús había realizado algo inaudito: se había entregado a ellos en un cuerpo de pan: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo.”
Lo reconocen porque partir, romper y entregarse es el secreto del Evangelio. Dios es pan que se entrega para el hambre del hombre. Se da, alimenta y desaparece. Grande milagro: no somos nosotros que existimos para Dios, es Dios que vive para nosotros.
Una experiencia única, transformante, incontenible, la de los dos discípulos en Emaús.
Por eso, de noche se vuelven a casa, a la comunidad, para hacer partícipes de esa experiencia a sus amigos. Ya no hay noche, no hay oscuridad, no hay temor, hay gozo, hay alegría, hay Buena Noticia.
La experiencia de los discípulos, camino de Emaús, es nuestra experiencia. No sólo en la primera parte, en las decepciones de la vida, en la angustia, en la desesperanza que encoje nuestro corazón mientras estamos de camino, en el miedo que nos invade en estos días, sino también en el luminoso encuentro con el Resucitado.
También nosotros tenemos un lugar, un momento donde le podemos reconocer: el partir el pan, la Eucaristía.
Por eso es tan importante y necesario reunirnos los domingos, convocados por el Señor Resucitado y juntos, escuchar su Palabra que nos anima, partir el pan de su Cuerpo y con ello alimentar nuestra esperanza y recobrar fuerzas y valor para comunicar nuestra experiencia de encuentro al mundo.
Un Pan que, en estos domingos “de ayuno eucarístico” ya que no nos podemos reunir para celebrar la Eucaristía, añoramos como alimento de nuestro camino y de nuestra fraternidad.
Celebremos hoy el recuerdo y la presencia de Jesús el Resucitado, en nuestro hogar, alrededor de la mesa familiar, rezando juntos el Padre nuestro, bendiciendo a Dios por el pan, pidiendo el pan de la justicia, de la solidaridad, de la fraternidad para toda la humanidad, confiando en la promesa de Jesús: “Donde, dos o más, estáis reunidos en mi nombre, allí estaré yo.”
Meditemos y saboreemos este estribillo que solemos cantar:
TE CONOCIMOS SEÑOR, AL PARTIR EL PAN.
TÚ NOS CONOCES SEÑOR, AL PARTIR EL PAN.
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