Toda la ilusión y entusiasmo en los inicios del Concilio pareció venirse abajo cuando, al acabar la primera sesión del concilio, los rumores de la enfermedad del Papa se difundieron por doquier. La muerte serena y creyente de Juan XXIII el 3 de junio de 1963 impactó no sólo a la Iglesia sino a todo el mundo. Quedaba flotando en el aire el interrogante sobre el futuro del Vaticano II.
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A partir de su convocatoria, como veremos en los próximos días, comenzaron cuatro años de preparación del Concilio con consultas a toda la Iglesia.
El discurso inaugural del Concilio el 11 de octubre de 1962 causó una gran sorpresa. La Iglesia, dijo Juan XXIII, no quiere condenar a nadie, prefiere usar la compasión y la misericordia, desea abrirse al mundo moderno y a todos los cristianos, ofrecerles el mensaje renovado del Evangelio.
Toda la ilusión y entusiasmo en los inicios del Concilio pareció venirse abajo cuando, al acabar la primera sesión del concilio, los rumores de la enfermedad del Papa se difundieron por doquier. La muerte serena y creyente de Juan XXIII el 3 de junio de 1963 impactó no sólo a la Iglesia sino a todo el mundo. Quedaba flotando en el aire el interrogante sobre el futuro del Vaticano II.
Y, el Espíritu estaba empeñado. El nuevo Papa Pablo VI, cardenal Giovanni Battista Montini, aseguró la continuidad conciliar. Montini tenía un talante muy diferente al de Juan XXIII pero buscaba ante todo el bien y la unidad de la Iglesia y condujo el Concilio a buen término, aunque en el postconcilio sufrió mucho y llegó a decir que el diablo había entrado en la Iglesia…
El discurso de clausura del Vaticano II de Pablo VI del 8 de diciembre de 1965, sintetiza toda la novedad que supuso la obra impulsada por Juan y Pablo:
“…La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión –porque tal es– del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta
de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas –y son tanto mayores cuanto más grande se hace el hijo de la tierra– ha absorbido la atención de nuestro Sínodo”. (nº 8)
“…Y si recordamos, venerables hermanos e hijos todos aquí presentes, cómo en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (Mt 25,40), el Hijo del hombre, y si en el rostro de Cristo podemos y debemos además reconocer el rostro del Padre celestial –“Quien me ve a mí– dijo Jesús –ve también al Padre”– (Jn 14, 9), nuestro humanismo se hace cristianismo, nuestro cristianismo se hace teocéntrico, tanto que podemos afirmar también: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre…” (nº 16)
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