Comentario al Evangelio del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, 10 Noviembre 2013


En esta ocasión son los saduceos, aristócratas-conservadores, quienes intentan atrapar a Jesús en una discusión teológica referente a la resurrección de los muertos, tesis que defienden sus enemigos los fariseos. Pretenden poner de su parte a Jesús, que aprovecha la ocasión para mostrar el esplendor de la comunión con Dios y para que resplandezca en sus palabras el verdadero rostro de Dios y la actitud auténtica del creyente. Dios es vida, y quien cree en Él vive con Él.




Primera Lectura: II Macabeos 7, 1-2.9-14
Salmo 16: Al despertar, me saciaré de tu semblante.
Segunda Lectura: 2ª Tesalonicenses 2,16 – 3,5
Evangelio Lucas 20, 27-38

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:
“Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano.
Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero
se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer.
Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella”.
Jesús les contestó:
“En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección.
Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob". No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.




A propósito de las disputas entre los fariseos y los saduceos en torno a la resurrección, hoy me pregunto: y yo ¿creo en la resurrección?

Puede parecer una pregunta ridícula, pues afirmamos cada vez que recitamos nuestro Credo que “Creo en la resurrección de la carne y la vida eterna” (Símbolo de los Apóstoles). “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” (Credo niceno-constantinopolitano). La resurrección de la carne es, pues, un dogma central de la fe cristiana. Y tenemos que profundizar en el sentido y la luz que arroja a nuestra vida esta verdad de fe.

Este artículo, esta verdad de fe, es difícil de aceptar. Y esto no es nuevo. Ya san Pablo vivió la oposición a esta verdad central de nuestra fe. Nos cuenta el Libro de los Hechos que en el Areópago de Atenas, ante un público culto y tolerante, conocedor de la filosofía, respetuoso de la libertad de conciencia y deseoso de escuchar toda novedad y todo parecer, alzó la voz hablando de Dios, y todos le escucharon admirados. Pero cuando se puso a hablar de resurrección de muertos, se les acabó la paciencia y la tolerancia, y “unos se burlaron y otros dijeron: Sobre esto ya te oiremos otra vez” (Hch 17,32), con propósito de no oírle, claro está. Y otra vez, el mismo Pablo, habló ante el procurador romano Félix, hombre tolerante y culto, acerca de la fe en Jesucristo, pero cuando se refirió al juicio venidero, Félix, “aterrorizado, le interrumpió y le despidió” (Hch 24,24-25). Y hablando ante el rey Agripa de resurrección de muertos, el gobernador Festo “le interrumpió, gritándole: estás loco, Pablo; las muchas letras te hacen perder la cabeza” (Hch 26,24).

La esperanza cristiana es trascendente, va más allá de esta vida terrestre, no es sólo una esperanza para este mundo. Lo que los cristianos esperamos es la vida en y con Dios más allá de la muerte, una vida en plenitud, gozosa y sin fin; por ello esperarnos la resurrección de los muertos.

La esperanza en la resurrección debe ser para el cristiano en el presente una fuerza transformadora: la mirada que el cristiano tiene puesta en el “más allá” no sólo no le debe impedir ver el “más acá”, sino que ese “más acá” se ve con más agudeza y finura porque apunta a la plenitud final que se va haciendo realidad en el movimiento de la historia hacia la eternidad y por ello los cristianos –agentes activos del plan de Dios- estamos llamados a transformar el mundo en este sentido.

El cristiano sufre, o debería sufrir más que nadie, ante el desolador panorama de nuestro mundo: hambre, pobreza, guerras sin fin (todas las guerras acarrean graves injusticias), etc. Sólo donde se hace verdad que la espera de una tierra nueva hace más viva la preocupación por perfeccionar esta tierra, estamos hablando de auténtica esperanza cristiana.

Tomamos algunos fragmentos del texto sobre “La Vida Eterna” que el Obispo Brasileño Pedro Casaldáliga escribió en diciembre de 2006 para la revista “Communio”.


“…Desde mi fe cristiana ésta es la alternativa: vivos, vivas, o resucitados, resucitadas; vivos aquí mortalmente, vivos “allá” resucitadamente.

 No consigo pensar, esperar, acoger la muerte –la mía y la de todas las personas mortales que vamos caminando por esta tierra del Tiempo– más que en clave de resurrección.
Para mi fe (con mi teología) los muertos no existen. Pasaron por la muerte y resucitaron; pasaremos por la muerte y seremos resurrección, vida plena en el ámbito misterioso de la plenitud de Dios. Todos los muertos son “aquellos muertos que no mueren”, porque son resucitados (en aquel “pasivo divino” de que hablan los biblistas).
La muerte, por la que “pasamos” (toda muerte es pascual), nos es connatural, ciertamente. Nacemos para vivir y este vivir, tan hermoso y tan precario, pasa por la muerte; hijos del barro somos, la caducidad nos acompaña como una sombra envolvente.
La resurrección no nos es connatural: es puro don gratuito del Dios de la vida.
Creyendo en la resurrección, la muerte no deja de ser “el mayor de los males”, según la confesión del adagio latino. Todos los miedos humanos se reducen, en última instancia, al miedo de la muerte. Morir siempre es un misterio de sombras, de ruptura, de trauma existencial; “una aventura” radical, la más radical de todas, “como un acantilado del cual hay que lanzarse con los ojos cerrados”, confidenciaba el patriarca teólogo Díez-Alegría. Aunque él añadía inmediatamente, como cristianísimo confesor que es, “poniendo toda nuestra confianza en Dios y diciéndole: Tú sabes más que yo” y caminando “con una humilde esperanza de que abriré los ojos”…
…Esta mi fe cristiana es pascual, digo; arranca, se fundamenta y se justifica en la resurrección de Jesús de Nazaret, “el Primogénito de entre los muertos”. Él es “la Resurrección y la Vida”. Si Cristo resucitó, también nosotros resucitamos, es la certeza, lisa y rotunda, de nuestra fe cristiana...

…Nadie puede profesar honestamente su fe en otra vida, resucitada, si no profesa verdad, justicia y libertad en esta vida, dentro del tiempo convulso de nuestra caducidad. La fe en la resurrección ha de ser política. Para vivir un día, aquel Día, el don definitivo de la resurrección, debemos vivir denodadamente, en este cada día de la historia, arriesgando esta vida mortal que también nos es dada por “el Autor de la vida”. Porque resucitaré debo ir resucitando y provocando resurrección. Sólo quien pierde su vida la salva. Del lado de allá todo es por cuenta de Dios; podemos esperar confiadamente; del lado de acá es por nuestra cuenta, con la gracia de Dios. Para llegar a vivir el Nuevo Cielo y la Tierra Nueva tenemos que ir renovando  radicalmente este cielo tantas veces opaco y esta tierra tan violada. El peor servicio que le  podemos hacer a la fe en la vida-resurrección, que nos será dada, es desentendernos…

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