Probablemente la parábola del Buen Samaritano -que nos propone la liturgia de este domingo- sea uno de los pasajes más leídos de la historia cristiana. Es tan claro y directo su mensaje, que no necesita explicación. Pero cada vez que lo leemos resalta un matiz o nos revela alguna luz nueva. Y hoy os proponemos una contemplación cristológica, contemplar a Jesús como Buen Samaritano.
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Sí, es verdad que esta parábola tiene un contenido extraordinariamente práctico, moral; pero hoy nuestra propuesta es elevarnos, por una vez, por encima del moralismo para ir a lo nuclear, a la contemplación del misterio de Cristo que nos revela esta parábola. Esta es una tradición muy común en los Padres de la Iglesia, que son los intérpretes de la Escritura de los primeros siglos que nos transmitieron –de ahí la palabra Tradición- la fe apostólica de la Iglesia que procede de los apóstoles.
Esta parábola el evangelio de Lucas cobra una nueva luz cuando se la interpreta cristológicamente, cuando se ve en el buen samaritano una imagen, una figura, del mismo Cristo, nuestro salvador, que cura las heridas de quien se encuentra caído y herido por los salteadores.
“Si consideramos que el Señor nos quiere invitar en todas las parábolas, de diversas maneras, a creer en el Reino de Dios, que es Él mismo, entonces no resulta tan equivocada la interpretación cristológica de la parábola del Buen Samaritano” (Raztzinger, J; Jesús de Nazareth, 2007)
Palabra de este Domingo
Deuteronomio 30, 10-14
Salmo responsorial: Salmo 68
Colosenses 1, 15-20
Evangelio Dominical
Lucas 10, 25-37
“En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” Él le dijo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella? Él contestó: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. Él le dijo: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida eterna”. Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” Jesús dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos que lo asaltaron, lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, se desvió y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo se desvió y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, sintió compasión, se le acercó, le vendó las heridas, después de habérselas limpiado con aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al encargado, le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” Él contestó: “El que practicó la misericordia con él”. Jesús le dijo: “Vete, y haz tú lo mismo”.
En la obra citada continúa nuestro papa emérito, glosando y resumiendo la doctrina de los Padres de la Iglesia que contemplan a Jesús como Buen Samaritano:
“El camino de Jerusalén a Jericó aparece, pues, como imagen de la historia universal; el hombre que yace medio muerto al borde del camino es imagen de la humanidad. El sacerdote y el levita pasan de largo: de aquello que es propio de la historia, de sus culturas y religiones, no viene salvación alguna.
Si el hombre atracado es por antonomasia la imagen de la humanidad, entonces el samaritano sólo puede ser la imagen de Jesucristo.
Dios mismo, que para nosotros es el extranjero y el lejano, se ha puesto en camino para venir a hacerse cargo de su criatura maltratada. Dios, el lejano, en Jesucristo se convierte en prójimo. Cura con aceite y vino nuestras heridas -en lo que se ha visto una imagen del don salvífico de los sacramentos- y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear esos cuidados…
… La gran visión del hombre que yace alienado e inerme en el camino de la historia, y de Dios mismo que se ha hecho su prójimo en Jesucristo, podemos contemplarla como una dimensión profunda de la parábola que nos afecta, pues no mitiga el gran imperativo que encierra la parábola, sino que le da toda su grandeza. El gran tema del amor, que es el verdadero punto central del texto, adquiere así toda su amplitud. En efecto, ahora nos damos cuenta de que
todos estamos "alienados", que necesitamos ser salvados.
Por fin descubrimos que, para que también nosotros podamos amar, necesitamos recibir el amor salvador que Dios nos regala. Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo, para que nosotros podamos a su vez ser prójimos…
… Toda persona debe ser ante todo sanada y agraciada. Pero, acto seguido, cada uno debe convertirse en samaritano: seguir a Cristo y hacerse como Él. Entonces viviremos rectamente. Entonces amaremos de modo apropiado, cuando seamos semejantes a El, que nos amó
primero (cf. 1Jn 4, 19)” (Raztzinger, J; Jesús de Nazareth, 2007, Cap. 7.2)
Muchos textos litúrgicos, preces, oraciones de diferentes rituales, denominan a Cristo Buen Samaritano. Incluso un prefacio de la liturgia actual lleva por título "Jesús, el Buen Samaritano", con una indicación que aconseja usarlo precisamente en este XV Domingo del Tiempo Ordinario:
Es deber nuestro alabarte,
Padre santo, Dios todopoderoso y eterno,
en todos los momentos y circunstancias de la vida,
en la salud y en la enfermedad,
en el sufrimiento y en el gozo,
por tu siervo, Jesús, nuestro Redentor.
Porque él, en su vida terrena, pasó haciendo el bien
y curando a los oprimidos por el mal.
También hoy, como buen samaritano,
se acerca a todo hombre
que sufre en su cuerpo o en su espíritu,
y cura sus heridas con el aceite del consuelo
y el vino de la esperanza.
Por este don de tu gracia,
incluso cuando nos vemos sumergidos en la noche del dolor,
vislumbramos la luz pascual
en tu Hijo, muerto y resucitado.
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